Desde los tiempos antiguos ha sido de conocimiento popular que los recursos mantenidos y usados en común siempre tienden a ser abusados por la colectividad. Como dijo Aristóteles: “Lo que es común al mayor número de personas recibe la menor cantidad de cuidado”.
Esto fue observado a comienzos del siglo pasado por William Forster Lloyd quien notó que la ganadería en un pastoreo colectivo era pequeña, insalubre y hambrienta y que el mismo pastoreo estaba en muy mal estado, casi sin hierbas. El encontró este resultado casi inevitable. El hombre que busca beneficios obviamente quiere aumentar el tamaño de su manada. Como lo común es finito, vendrá el día cuando la cantidad total de ganados llegue a la capacidad del pastoreo de mantenerlos; añadir más ganado sólo causaría deterioro al pastoreo y eventualmente destruiría el recurso de que dependen los ganaderos.
Sin embargo, y a sabiendas que esto ocurre, el auto interés del ganadero sigue siendo de aumentar la cantidad de ganado. Cada uno razona que el beneficio económico personal es más importante que el daño proporcional que él inflinge al pastoreo, ya que el daño es hecho a lo colectivo en su totalidad y por tanto, es repartido entre todos los usuarios de éste. Lo peor es que aunque el ganadero podría estar conciente del daño que provoca, él tendría miedo que saldría perdiendo al pensar que los demás no tendrán esa misma conciencia. Si él desiste en sobreexplotar al pastoreo, los demás simplemente aumentarían sus ganados y él perdería teniendo como quiera que sufrir el mismo deterioro que antes. La sobreexplotación competitiva es el resultado inevitable. La misma dinámica aplica a cualquier recurso de propiedad colectiva provocando así una actitud de “sálvese quien pueda”.
Un ejemplo clásico es el recurso de petróleo. Si una empresa o país no controla los derechos de un yacimiento petrolero o si los dueños no pueden llegar a un acuerdo, es en el interés de cada uno de extraer petróleo lo más rápido posible. Es más, si no lo hacen corren el peligro de no poder conseguir la parte que él cree que le toca. En cierto sentido fue precisamente esta situación que provocó la Guerra del Golfo Pérsico ya que tanto Irak como Kuwait estaban reclamando y explotando los mismos yacimientos petroleros.
La dinámica es sencilla, los beneficios de un hombre son las pérdidas de otro. Desafortunadamente, este fenómeno es demasiado común en nuestras sociedades, sobre todo esas del occidente. La mentalidad de “sálvese quien pueda” nos afecta en todos lo sentidos creando una cultura de abuso del ser humano no solamente hacia el medio ambiente que nos sostiene y nos da vida sino también hacia su prójimo.
La esencia de esta tragedia es que la contribución que uno puede hacer para resolver el problema parece ser increíblemente pequeña, mientras que la desventaja de auto limitarse aparenta ser muy grande y hasta inútil a escala global. El problema de la crisis ecológica nos obliga a confrontar el dilema de cómo proteger o adelantar los intereses de la colectividad cuando los individuos que la componen se comportan de una manera que pone en peligro el bienestar y hasta la sobrevivencia del conjunto.
Sin duda, lo que se requiere es un cambio en la conciencia y motivación de vida del hombre materialista y egoísta. En un mundo de escasez ecológica no hay espacio para ese impulso descontrolado de continua expansión y enriquecimiento a costillas de los demás. Nuestra orientación y forma de vida no puede seguir su paso desenfrenado. Para el hombre puramente materialista no hay valor más alto que los valores individuales en busca de acumulación y crecimiento hasta que un día habrá ese último incremento que precipita la catástrofe.
Pero, le importa al materialista lo que puede suceder mañana? Claro que no! Sencillamente porque no es algo con lo cual él puede negociar en el mercado y por lo tanto no tiene un valor monetario. Es un hecho económico que la posteridad nunca ha hecho ni nunca hará nada por nosotros.
Por necesidad imperante, estamos en el umbral de una revolución en la conciencia del hombre. Ya no podemos seguir pensando que el mundo es un objeto separado de nosotros que podemos y hasta debemos explotar a nuestro antojo para satisfacer deseos descontrolados. Al contrario, somos una parte integral y muy importante (pero no los únicos) de un sistema de vida que los antiguos griegos llamaban GAIA, la Madre Tierra. Nuestro planeta no es una máquina sin vida, es un sistema completo, orgánico y multidimensional. Si es que queremos crear un mundo de compasión, tolerancia y comprensión hacia nuestros hermanos y demás seres vivientes, viajeros en este planeta, será necesario admitir que no hay otro camino que entender que somos uno, indivisible e inseparable del todo y que cualquier agresión que emitimos hacia lo demás es una agresión hacia uno mismo.