July 19, 2022

LA TRAGEDIA DE LO COLECTIVO

Desde los tiempos antiguos ha sido de conocimiento popular que los recursos mantenidos y usados en común siempre tienden a ser explotados. Como dijo Aristóteles: “Lo que es común al mayor número de personas recibe la menor cantidad de cuido”.

A comienzos del siglo pasado, William Forster Lloyd notó que la ganadería en un pastoreo colectivo era pequeña, insalubre y hambrienta y que el mismo pastoreo estaba en muy mal estado, casi sin hierbas. El encontró este resultado casi inevitable.

El hombre que busca beneficios obviamente quiere aumentar el tamaño de su manada. Como lo común es finito, vendrá el día cuando la entidad total de ganados llegue a la capacidad del pastoreo de mantenerlos; añadir más ganado sólo causaría deterioro al pastoreo y eventualmente destruiría el recurso de que dependen los ganaderos. Sin embargo, y a sabiendas que esto ocurre, elautointerés del ganadero sigue siendo de aumentar la cantidad de ganado. Cada uno razona que el beneficio económico personal es más importante que el daño proporcional que él inflinge al pastoreo, ya que el daño es hecho a lo colectivo en su totalidad y por tanto, es repartido entre todos los usuarios de éste. Lo peor es que aunque el ganadero podría estar conciente del daño que provoca, él tendría un miedo justificado al pensar que los demás no tendrán esa misma conciencia.

Si él desiste en sobreexplotar al pastoreo, los demás simplemente aumentarían sus ganados y él perdería teniendo como quiera que sufrir el mismo deterioro que antes. La sobreexplotación competitiva es el resultado inevitable.

La misma dinámica aplica a cualquier recurso de propiedad colectiva.

Un ejemplo clásico es el recurso de petróleo. Si es que una persona u organización no controla los derechos de un yacimiento de petróleo o si los dueños no pueden llegar a un acuerdo, es en el interés de cada uno de extraer petróleo lo más rápido posible. Es más, si no lo hacen corren el peligro de no poder conseguir la parte que él cree que le toca. En los primeros días de la explosión petrolera americana, todos construían la mayor cantidad de pozos posibles para poder sacar más petróleo. El resultado fue un caos económico y político que nada meas fue remediado con leyes que regularon la extracción de petróleo. El petróleo se transformó de una propiedad común a una privada.

La dinámica es sencilla, los beneficios de un hombre son las pérdidas de otro. Hasta los recursos renovables sufren lo mismo. Un ejemplo bueno de esto son nuestros recursos pesqueros. Al principio había abundancia en todos los sentidos, pero la sobreexplotación trajo conflictos y hasta casi guerras como en el caso de Inglaterra e Islandia.

El uso de alta tecnología arrasa no sólo lo que buscan pescar, sino también con todo lo demás. El resultado es una disminución de la vida marítima hasta tal punto que algunas especies están al punto de desaparecer.

Desafortunadamente, esto ocurre con todos nuestros recursos ecológicos, la atmósfera, los bosques, la tierra, el agua, ciclos biológicos y hasta el biosfera mismo. Aquí en el país el daño causado por la tala de árboles indiscriminada es catastrófica y a muy largo plazo. Dirían los dueños de los aserraderos que si ellos no lo hacen, lo harán otros; pero lo que beneficia al dueño hiere al público en general.

Las fábricas y los automóviles emiten contaminación indiscriminadamente con el peligro de que hasta el clima mismo puede cambiar, pero como el daño no es limitado a su carro (o fábrica) nada más, qué le importa.

La capacidad absorbente del biosfera está llegando a su límite, si es que no lo ha sobrepasado. Estamos destruyendo todos nuestros recursos ecológicos, los mismos que nos dan vida.

La esencia de la tragedia de lo común es que la contribución que uno puede hacer para resolver el problema parece ser increíblemente pequeña, mientras que la desventaja de auto limitarse aparenta ser muy grande y hasta inútil a escala global.

El problema de la crisis ecológica nos obliga a confrontar el dilema de cómo proteger o adelantar los intereses de la colectividad cuando los individuos que la componen se comportan de una manera que pone en peligro el bienestar y hasta la sobrevivencia del conjunto.
Sin duda, en una situación como ésta (la que existe hoy), lo que se requiere realmente es un control estricto sobre el uso de todo lo que es de propiedad común.

Pero a largo plazo la solución tiene que ser meas profunda. La conciencia y motivación de vida del hombre materialista tiene que cambiar. En un mundo de escasez ecológica no hay espacio para ese impulso descontrolado de continua expansión y enriquecimiento a costillas de los demás. Nuestra orientación y forma de vida no puede seguir su paso desenfrenado. Para el hombre puramente materialista no hay valor más alto que los valores individuales en busca de acumulación y crecimiento hasta que un día habrá ese último incremento que precipita la catástrofe.

Pero, le importa al materialista lo que puede suceder mañana? No. Sencillamente porque no es algo con lo cual él puede negociar en el mercado y por lo tanto no tiene un valor económico. Es un hecho económico que la posteridad nunca ha hecho ni nunca hará nada por nosotros.

Por necesidad imperante, estamos en el umbral de una revolución en la conciencia del hombre. Ya no podemos seguir pensando que el mundo es un objeto separado de nosotros que podemos y hasta debemos explotar a nuestro antojo para satisfacer deseos descontrolados. Eso no es verdad y como quiera el planeta no lo aguanta por mucho más.

Somos una parte integral y muy importante (pero no los únicos) de un sistema de vida que los griegos llamaban Gaia, el nombre de la Madre Tierra.

Nuestro planeta no es una máquina sin vida; al contrario, es un sistema completo, orgánico y multidimensional. Con este concepto en mente quizás podremos entender que si herimos a Gaia nos estamos hiriendo a nosotros mismos.

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